miércoles, 19 de noviembre de 2025

¿Qué hacemos con el poliéster?

El grupo de la última fila aun no se ha enterado, pero creo que estaremos de acuerdo en que ya hemos tenido suficiente plástico: un material que procede del petróleo con todo lo que ello implica, con una vida útil a veces muy limitada y difícilmente reparable (como es el caso de herramientas, utensilios o juguetes) en comparación con otros materiales, y una vida inútil -el proceso de degradación- aparentemente eterna. Quizá nunca fue una buena idea, o quizá debió aplicarse solo a lo estrictamente necesario. El hecho es que está aquí y no es tarea fácil librarse de él.

Cuando empecé a trabajar con textiles me hacía feliz la idea de no producir residuos, aprovechando cada minúsculo retal y guardando los recortes para usarlos como relleno. Pero ¡ah!, yo pensaba a corto, muy corto plazo, hasta que la realidad vino a sacudirme: ¿cuántas de esas fibras eran de origen natural y acabarían desapareciendo sin dejar apenas rastro, y cuántas no? ¿Qué consecuencias tendrían su producción, mantenimiento y posterior descarte? Y como yo soy muy aficionada a atormentarme, se inició una lenta pero imparable avalancha de tormentos éticos. 



Aquí se aprovecha todo


Por ejemplo -y éste era de los gordos- la toma de conciencia de que ya existen demasiados textiles cubriendo nuestros cuerpos, nuestros hogares, los mercadillos de segunda mano, los espacios naturales, los contenedores, los vertederos que ocupan extensiones vergonzosas de terreno en zonas desérticas o allá donde no podamos verlos ni ser perturbados por su obscena presencia. Aquello fue un punto de inflexión para mí; dejé de comprar materiales nuevos -a excepción del hilo- y me dediqué a usar lo que había ido acumulando durante años y lo que iba encontrando por el camino, a veces en forma de retazos o prendas en desuso donados por personas de mi entorno y otras veces, literalmente, cosas que encontraba en la calle, en la playa o en el campo. Lejos de mermar las posibilidades, la limitación de recursos dispara la creatividad, y un montoncito aleatorio de retales me hacía más chispas en el cerebro que toda una tienda de telas, mi antiguo paraíso.

Antes, cuando compraba telas nuevas, la solución parecía fácil: optar por algodón, lino y fieltro de lana, que a veces venían de muy lejos porque no tenía la posibilidad de comprarlos localmente. Pero a la hora de rescatar textiles no discrimino; he convertido en mi estúpido deber impedir que la prenda o el retal en cuestión acabe siendo parte no invitada del ecosistema, especialmente si se trata de material sintético. ¿Un trozo de tela vaquera? En unos años podría desintegrarse. Pero ese vestido de poliéster va a estar dando vueltas y repartiendo microplásticos hasta quién sabe cuándo. 


     



Rana hecha a partir de una corbata de disfraz que encontré paseando a la mañana siguiente de Halloween


Evidentemente, una de las soluciones para detener este despropósito sería dejar de fabricar prendas con tejidos sintéticos. La siguiente, más peliaguda, sería reducir considerablemente la producción textil y poner el foco en la recuperación y el aprovechamiento de lo que ya hay, lo que requeriría, entre muchas otras cosas, toda una reeducación en materia de consumo. Y aun así, aunque mañana despertáramos en un mundo concienciado y danzáramos en corro con túnicas hechas de retales y remiendos, las fibras sintéticas que se han empleado durante décadas seguirían estando aquí, y no podemos negar su existencia.

Siempre que me planteo estas cuestiones me vienen a la mente dos publicaciones ajenas entre sí que vi hace ya años: la primera era de una artista muñequera que en la descripción de sus productos aclaraba que sus piezas estaban rellenas de lana de oveja porque -y cito casi textualmente- no pensaba rellenar sus muñecas con ninguna porquería de plástico. La segunda era de otra artista que rellenaba sus esculturas textiles con bolsas, en un país donde el reciclaje de plásticos no era lo que se dice accesible. Dos formas completamente diferentes y válidas de abordar el tema, pero no puedo evitar juzgar que al menos una de ellas no juzgaba. Bastante hacemos con tratar de solventar un problema heredado.

Así pues, ¿qué hacemos con el poliéster? Es una pregunta que no se me despega, pero he asumido que, por el momento, no tengo la respuesta. Es más, ni siquiera nos corresponde  a mí o a ti responder a tan abrumadora pregunta más allá de ser conscientes y actuar con criterio. Mientras tanto, seguiré recolectando pedacitos de tela y transformándolos en muñecas o tapices para aplazar un poco más su inevitable y controvertido final.


jueves, 6 de noviembre de 2025

Ajelarre

Bienvenidas a mi Ajelarre, 36 x 43 cm de aplique, bordado a mano, punto a palillos de dientes (!) y acolchado. Ya tiene unos años, pero como mi actividad bloguera ha sido más bien inconsistente se había quedado en el fondo de la olla a la espera de que le pusiera palabras.






La cocina y la magia han guardado una estrecha relación a lo largo de los siglos; de hecho, dudo que la una pueda existir sin la otra. En los morteros y fogones confluyen una serie de saberes transmitidos de todas las formas que la comunicación humana hace posible, perlas de conocimiento ancestral que a primera vista pueden tener el humilde aspecto de un trozo de papel lleno de salpicaduras y faltas de ortografía. Pero, ¿es magia o ciencia? Principios activos, procesos que transforman la estructura de la materia, métodos de conservación... ¿qué es la cocina, sino ciencia? 

Hace tiempo, justo el día de mi cumpleaños, fui invitada por la asociación Almunia a colaborar en un taller destinado a la confección de una colcha colectiva llamada El jardín de las mujeres mientras se debatía en torno a la alimentación. Ese día el grupo estaba formado por mujeres mayores, y yo, que no he sido bendecida con el don de la oratoria, me vine muy arriba y afirmé que, probablemente, ninguna de nosotras se definiría como una mujer de ciencias, pero es ciencia lo que hacemos cada día en la cocina. Cuando pregunté qué se le añade al potaje para que no resulte indigesto, la respuesta fue inmediata y unánime: comino. Lo aprendes, lo compruebas, lo aplicas. Lo sabes, y otras lo sabrán después de ti. No dominas la terminología técnica e igual no conoces el proceso exacto, pero sabes que el agua hirviendo que endurece un huevo hace que la patata se ponga tierna, y que la forma de cortar esa patata habrá sido determinante para que libere más o menos almidón, según los requerimientos del plato.




Y sin embargo, en esa especie de laboratorio doméstico hay algo más. Hay rituales, tan integrados en nuestra cotidianidad que ni los percibimos. Secretos compartidos, o no. Confesiones y confabulaciones surgidas del trance al que induce la acción de pelar y cortar repetidamente. El momento pausado y ceremonioso de probar y comprobar si la poción surte efecto, ya sea reconfortar un cuerpo resfriado o unir almas afines alrededor de la mesa. Viajes en el tiempo a lomos de una receta familiar. La gastronomía como talismán. Victoria Beckham niega haberse quejado de que España huele a ajo, y más le vale porque el ajo es nuestro ojo de sapo, ala de murciélago, pelo de unicornio, un verdadero congreso de brujas reunidas en corro bajo la piel blanca como el papel invocando sus múltiples propiedades. 

Además, pasan cosas. Antes de hacerme vegetariana, el puchero de mi abuela materna era mi plato favorito en el mundo, y por más que mi madre usaba exactamente los mismos ingredientes y seguía escrupulosamente la receta, mi veredicto y el de mi hermano eran invariables: "Está bueno, pero no sabe igual". Será el agua, decíamos. En cambio, mi pareja, que nunca conoció a mi abuela paterna, hace unas patatas fritas idénticas a las suyas, y la primera vez que las probé no salía de mi asombro.




No digo nada sobre lo que no se hayan escrito ya infinidad de páginas o hayáis comprobado vosotras mismas. En su libro Cómo cocinar un lobo, la escritora M.F.K. Fisher afirma que es precisamente en tiempos difíciles cuando el hecho de poner atención al acto de nutrirnos cobra especial importancia y nos devuelve la dignidad, y que ese crecimiento gastronómico será la base sobre la que podrá prosperar el resto de cosas.

Tal es el poder que esconde la cocina.